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Pasado un cuarto del siglo XXI, la economía global sigue dependiendo de millones de personas atrapadas en condiciones de esclavitud moderna o sometidas a trabajos forzosos. Se trata de un fenómeno mundial: desde las minas de cobalto en la República Democrática del Congo, pasando por las plantaciones de café en Colombia, las fábricas textiles en Camboya, hasta el sector de la construcción y el trabajo doméstico en los países del Golfo. Sin olvidar la explotación sexual, presente en todos los rincones del planeta. Todas estas formas de violencia laboral están tan extendidas como normalizadas. Y, peor aún, permanecen invisibles para gran parte de las sociedades occidentales que viven ajenas a una realidad de la que también forman parte.
El Papa Benedicto XVI definió el trabajo digno como aquel elegido libremente, que permita al trabajador participar en el desarrollo de su comunidad y sostener a su familia, sin tener que recurrir al trabajo infantil. Esta definición es hoy una utopía en gran parte del Sur Global donde los empleos no liberan de la pobreza, sino que la perpetúan. Así se da la paradoja de que la economía más globalizada e interconectada de la historia está sostenida por el esfuerzo de millones de hombres, mujeres y menores a los que el propio sistema sigue marginando.
La globalización ha traído progreso, oportunidades y crecimiento económico, pero esta es solo una cara de la moneda. No se trata de negar la importancia de los mercados globales, sino de reconocer que el trabajo decente y digno seguirá siendo un sueño inalcanzable para millones si no logramos construir un espacio global también para los derechos laborales y el trabajo digno. Si fuimos capaces de globalizar las mercancías, los productos financieros y las cadenas de suministro, también debemos ser capaces de globalizar los derechos de quienes sostienen gran parte de la economía mundial.